En
la frontera con Tlalnepantla
Cuando
mis muñecos y yo empezamos a recorrer calles y municipios, los
terrenos en que se encuentra la terminal del metrobús más cercana a
Tlalnepantla pertenecían a una inmensa
bocacalle en la que era riesgosísimo caminar. Estaban rodeados de
lugares baldíos. Hoy siento una extraña mezcla de esperanza y
desolación al ver los edificios nuevos de la unidad habitacional que
se empieza a poblar.
Al
otro lado, desde donde tomé la foto, están el centro comercial y
dos restaurantes. Uno de la cadena California y
el otro de McDonalds. Ingenieros y
empresarios asociados para crear una vida feliz, coronada por ese
distribuidor vial que le hace un flaquísimo favor al maestro Reyes Heroles.
Ahora
mismo estoy pensando en esos artículos que se publican por ahí, de
hacer huertos en las azoteas. En algunos lugares de la avenida
Eduardo Molina he visto maizales y
nopaleras, y en el jardín de una casa cercana al aeropuerto, un
plátano con su flor. En aquella época no tenía celular con cámara,
así que no pude conservar la imagen de esa enorme y hermosa corola.
Si
fuera la mitad de joven que soy ahora, estaría entristecida. Hoy me
niego a ser pesimista. Creo que tenemos agallas para volver a los jardines colgantes.
Alguien
dijo por ahí que si Kafka hubiera
nacido en México sería un ícono de la novela costumbrista y no le
faltó razón. En el metrobús Tenayuca se
levanta un verdadero monumento a la estupidez. Un puente que sirve
para quitarle el tiempo a la gente, que prefiere brincarse la barda
ante la vista gorda de los policías que, finalmente, se brincan
igual cuando terminan su jornada de trabajo.
Sin
importar edad, condición física, ni el hecho de que no hay
semáforo, la gente se arroja sin medir que irán a dar a una curva,
y están los que vienen en sentido contrario, que después de echarse
una buena carrera para no ser atropellados, tienen que trepar la
barda y saltar como si fueran las ovejas que mira uno pasar para
motivarse al sueño.
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