sábado, 23 de noviembre de 2013

Creatividad a destajo

"Todo trabajo determinado por un objetivo que le es dado desde fuera 
no es ni intelectual ni específicamente humano; más pronto o más tarde 
podrá ser confiado a una máquina."

Cuando leí el enunciado del epígrafe, me quedé de una pieza. Más estupefacta aún cuando volví a la ficha bibliográfica y comprobé que el libro se publicó en 1966, de manera que lo podía haber leído en 1984. A los 27 abriles; pero creo que si he tenido tal suerte, habría muerto de tristeza. Tengo que reconocer que los duendes saben lo que hacen, por eso no me lo pusieron al alcance.

En aquellos años mozos, mi logro de convertirme en actriz profesional estaba empañado. En ninguna escuela de arte dramático le dicen al educando que constantemente estará en situación de tener que buscar trabajo, que cuando termina la grabación, el rodaje, la temporada de teatro, se verá como el oficinista que ha sido despedido de una empresa. El actor, en la economía de nuestro sistema, está catalogado como un trabajador eventual, con las desventajas que esto conlleva.


 Me enfrenté como pude a tal escacez, resistí al máximo el frustrante recorrido de todos los días por oficinas en las que era barrida con la mirada antes de poder entregar mis fotografías, ¡y los dichosos castings! Un cordial "Gracias, tenemos sus datos, nosotros nos comunicamos" después de la sesión fílmica, me daba la certeza de que muy difícilmente saldría algo para mi, si es que salía.

Las temporadas de vacas flacas se paliaban con llamados de doblaje de películas al español. Los únicos artistas que trabajan seis días a la semana, son los que laboran en las especialidades de doblaje y cabaret.

Aunado a los vaivenes económicos de las vacas gordas y flacas, el diario repetir un parlamento delante de una pantalla, varias veces, antes de escuchar el aprobatorio "ok" del director, me llevó a la conclusión de que muy pronto la profesión que elegí dejaría de existir, que los actores no seríamos necesarios a pesar de tener, desde mi punto de vista, el más humano de todos los conocimientos, o, tal vez, precisamente por eso.

Con más razón lo pensé al escuchar a otra compañera actriz hacer la distinción entre directores y "okeyeros", éstos últimos, para ella, quienes solo se fijaban en que las vocales y consonantes sincronizaran con los movimientos de los labios de los personajes de la pantalla. Había otra subcategoría: "los que ni a okeyeros llegan".

Esto tenía, para mi colega, sus contrapartes actorales, también con sus apelativos, y definitivamente, convertía el trabajo interpretativo en algo mecánico. Por consiguiente, ¿los métodos de actuación estaban encaminados a lograr que los movimientos, las inflexiones de voz y hasta la lágrima fueran repetibles, una y otra vez, hasta el cansancio o el infinito, lo que ocurriera primero?


 Me resultó significativo el hecho de que se siguieran -y se sigan- filmando las mismas telenovelas que vi de niña. Tanto refrito, ¿a qué podía dar lugar? ¿Era suficiente, entonces, con lo que ya estaba plasmado en cintas hasta ese momento? Bien podía ser que yo no estuviera viendo el arte dramático en su cruda y real identidad, que en la escuela de teatro nada más me hayan enseñado a interpretar conflictos, para llegar a ofrecer mis servicios en lugares donde sólo se exhiben fantasías.

Me dolió descubrir que Stanislavsky fue un formador de esclavos histerizados, ¿pero qué podía esperar? Apoyó el trabajo de Edward Gordon Craig, que consistía en el desarrollo de teorías para hacer del actor una súpermarioneta.

El Teatro de Arte de Moscú se fundó en 1897. Unos veintitantos, casi treinta años atrás, el zar Alejandro II decretó la abolición de la servidumbre, los campesinos emigraban hacia las ciudades para convertirse en trabajadores industriales, y una vez que tomaban contacto con la escuela, se dejaban conquistar por los ideales marxistas y revolucionarios.

El Teatro de Arte de Moscú sobrevivió en un país que no dejaba de tener un pie en la vida rural, que no acababa de urbanizarse; un país que perdió la contienda contra Japón, que fue a la Primera Guerra Mundial a hacer el ridículo.

No es difícil imaginar los malavares que hizo la institución para ganar la simpatía del gobierno bolchevique, para lograr la existencia hasta nuestros días y que el fundador pudiera ostentar el título de Artista del Pueblo, a pesar de, o precisamente por su origen burgués.
 







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