Un charleston ya no se baila, pero motiva para llevar
las notas en la mente, para disponerse a protagonizar una cinta de cine mudo personal, aún a bordo de un vehículo que
se mueve lento, a sesenta kilómetros por hora, gobernado a control remoto.
Transporte
impensable en los fabulosos veinte del siglo
pasado, el metrobús bien podía haber
existido en forma de carcacha tipo tándem,
así como ahora podrían estar de moda canciones como “The roaring twenties”, “All the cats join in”…
¡Ah, los veinte!
No había smog en el aire, pero ya circulaban
en la tierra los primeros cochecitos que prescindían de los caballos. Las
calles tapizadas de orines y estiércol, se despidieron del mundo.
La gente,
con bufandas y cachuchas, con visores o lentes oscuros, surcaba los caminos como
si fuera en un avión de los hermanos Wright. Amelia Earhart recibía sus primeros reconocimientos como piloto. La vida
aceleraba el ritmo, ¡cuarenta kilómetros por hora ya eran para dar vértigo!
El charleston
estuvo de moda cuando mis padres eran bebés. ¿A dónde nos lleva la música? Isadora Duncan se apresuró al abordaje, a ir en
busca de la gloria con su larga chalina que se enredó en el eje de una llanta.
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