Ciudad de México, 28 de julio de 1957. Apenas me perfilaba en el vientre de mi madre.
Solo dicen aquellos que vieron,
que la gente lloró por El Ángel.
No me hablaron de muertos ni heridos,
todo estaba pintado de rosa.
Divertido rebote de cosas,
un momento de ruidos extraños.
Un temblor era cosa sencilla,
terremoto, pues una palabra
que se usaba en novelas y cine.
Y crecí con la idea, más que tonta,
que un temblor es un simple mecerse,
que de angustia se mueren los necios,
y que rezan los aspavienteros.
Managua, 23 de Diciembre de 1972. 15
años.
Navidad arrancada de cuajo.
¡Mas qué lejos estaba Managua!
¿Caos y
guerra por un poco de agua?
¡Bah!
¡Mentiras del radio y la prensa!
¿Los hambrientos
acechan y roban?
Como lo hacen aquí, ¿qué más daba?
¿Que,
valientes, morían fusilados
para dar
de comer a los suyos?
¡Esos
dramas también los inventan
los rateros
que están en la calle!
¡Triste
y lento dejar en pedazos
bienes,
hijos y piernas y brazos!
¡A otro
perro con ese huesito!
Para todo tenía una
respuesta
que pudiera acallar mi conciencia,
que impidiera tener un contacto
con la vida, el dolor y la muerte.
Ya se
van a inventar una excusa
para no ir al trabajo hasta el lunes.
Mas de golpe y porrazo se impuso
el tamaño de aquella desgracia.
Amasijo
de piedras y gente.
Muchedumbre
que vaga sin rumbo.
Tierra
seca que el viento levanta,
que se
adhiere a los rostros con llanto
para
hacer una máscara dura
que no
enseña tristeza ni miedo.
Ulular
de ambulancias constante,
preguntar
por los seres queridos,
resignarse
a que ya no existían
los lugares otrora entrañables.
Mi ciudad, hecha añicos, gemía.
Nuestros perros aullaban al viento.
Circulaba el olor de la muerte,
las ausencias se iban revelando,
los presentes rezaban quedito,
para no despertar a la Tierra
ni ponerla furiosa de nuevo.
Contemplé un gran pastel de amargura
del que sólo comí unas migajas.
Mas no fue por mi grande fortuna,
ni por ser de una buena colonia.
Solo aquellos que ya nada tienen,
nada pierden, pues no pertenecen
ni a familias, ni a barrios, ni a gremios.
No hay vudú, no hay rituales, no hay rezos.
Ya las almas emprenden el vuelo.
Y la Tierra, que sólo bosteza,
vuelve a hacer esculturas de escombros
y a sacar de la tumba a los muertos.
Se han echado a volar los recuerdos,
no se vuelve a los años perdidos.
Si se está acostumbrado a que tiemble,
poco importa si caen los objetos
o se pierden los seres queridos.
Prepararon la escenografía,
luces, cámaras, actos fingidos.
Como
teatro nos fue presentado
lo que pudo haber sido un rescate.
No sentir, no escuchar, no atar cabos.
Ni mirar, ni decir, ni asustarse.
Es la ley de la casa y la selva.
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