jueves, 15 de mayo de 2014

Obituario para el profesor Lech Hellwig Gorzynski*

No están para saber, pero yo sí estoy para contarles que allá por junio de 1991, intenté acabar la carrera como alumna afectada por el famoso artículo 19. Una de las materias que debía era Dirección. Consulté los horarios y el único que se acomodaba a mis actividades era el del profesor Lech. Así fue como lo conocí.
Asistí a sus clases regularmente. Fue un tiempo lleno de vicisitudes, me agarré del chongo con un compañero que defendía a ultranza que los actores profesionales tenían que ser graduados universitarios para poder ejercer, empezó a atacarme y cuestionar por qué había osado regresar, que si fuera yo protagonista de alguna telenovela, seguramente que ni me hubiera acordado de las sacrosantas aulas.
Total, que el profesor organizó un debate para la siguiente clase, a la que me presenté con unos guantes de box, que puse en una mesa de centro que había en el aula, cuando el profesor-moderador preguntó que si estaba preparada.
-¿Trajo usted lo suyo, compañero? -le pregunté al joven, que sólo se rió.


Creo que en realidad hubo ahí dos perdedores. Me volví contra Lech y le dije, llanamente, que su cátedra era un desmadre. Como el tiempo de la clase había transcurrido, todos se fueron yendo. A mi me entretuvo la guardada de los guantes de box en mi mochila.
Me colgué el zurrón al hombro y, al dar un paso para dirigirme hacia la puerta, quedé atajada por la presencia del profesor, que me miraba a los ojos. Sentí sus manos sobre los hombros y su aliento, que muchas veces había imaginado, estaba ahí, a unos cuantos milímetros, alterando todo mi ser.
-¿En qué va a consistir el examen?
-Aún no lo sé, es muy pronto para preguntar eso. -retiró sus manos, pero cuando se volvió a acercar, me alejé de prisa y dije que tenía que irme.
Pasé a la coordinación por unas calificaciones de otras materias, cuyos exámenes había sustentado. Eran cartas firmadas por los maestros, que debía presentar al hacer el trámite de revalidación. Dí las gracias a la secretaria, dije adiós a las personas que estaban ahí y, en la puerta, ¡el profesor Lech! Sin mediar palabra, me tomó en sus brazos y me besó con tal violencia que pensé que iba a desmayarme.
Lo único que pude hacer, fue corresponder al abrazo y entregarme a la caricia. Todavía no me terminaba de creer que yo pudiera gustarle a un hombre como él, tan atractivo, tan deseado por todas las compañeras de la carrera y por algunos chicos también.


A partir de ese momento, cambió en su modo de tratarme. Tuviera o no tuviera razón en los debates de la clase, quedaba como una tonta a los ojos de los demás. No me volvió a besar.
Hice de tripas corazón mientras pensaba que a la mejor tendría alguna novia o esposa, o que tal vez se arrepintió porque los europeos, y más los de Polonia, Rusia y Alemania, son como los israelitas y los gitanos; amoríos, nada más con su gente. Llegué a la conclusión de que, por tener poco tiempo en el país, era muy probable que no supiera decir en español que una alumna en las condiciones en que yo estaba, es decir, afectada por el artículo 19, ¡no era de su interés! ¡Si tan sólo me hubiera dicho eso desde un principio!
Fue así como aprendí acerca del poco respeto que se le tiene, en las universidades, al alumno rezagado. También comprendí que se le admite porque es parte del sistema que tienen las facultades para desconcertar a los jóvenes regulares, con posibilidades de terminar sus estudios a tiempo.
La universidad está para retardar las espectativas de ascenso social, oí decir al profesor Leonardo, en la clase de Producción II, mientras me aplicaba en la hechura de una máscara de yeso que aún conservo.
Tengo chinita la espalda. Estoy recordando cuando le dije, al profesor Lech, días antes de renunciar a su cátedra: ¡Si yo soy una tonta, usted está muerto!
Años después, hizo un magno evento de todas las manifestaciones de teatro que nacieron en la facultad. Audicioné para la puesta en escena. Participaron mis dos muñecos, Güicha y Marcelino y, desde luego, Cirenia, mi guitarra. Volvieron a pasar años y viví la experiencia que me llevó a la escritura de mi primer libro. Se lo enseñé. A raíz de eso, me mandó por email una invitación tras otra a todas sus actividades culturales. No me dieron ganas de ir. Sí puede ser que haya sido una tonta, pero él, ahora, está muerto. 


 Estas tomas del arco iris me dieron la sensación de que ha llegado con ventura a ese plano superior a donde dicen que todos vamos a dar. Profesor, espero que venga a verme cuando a mi me llegue el turno. Y espero que, para entonces, no le vaya a dar vergüenza volverme a besar.




Un recuerdo más, una enseñanza, un trozo de pan y queso, un alto en este camino, momento de contemplar. No puedo evitarlo. Tengo la sensación de que él quería que yo estuviera ahí, para despedirnos bien.


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