martes, 14 de junio de 2011

Mausoleo materno

I
Era una actriz con mucho trabajo en teatro, radio y doblaje. Tenía 28 años y todos los días iba a correr por las mañanas al parque del Centro Médico. Entonces vi por primera vez el busto dedicado a la doctora Matilde P. Montoya.


Lo primero que vi fueron las letras de la placa conmemorativa desgastadas, el pedestal salpicado de orines y pintura, o de algún alimento que alguien que pasara tiró, y basura. Todo eso me resultó indiferente. Las porquerías, porque es lo común en nuestros monumentos, y el hecho de que haya sido la primera mujer mexicana en titularse de Médica, lo encontré trivial porque estaba acostumbrada a ver mujeres cultas en dondequiera. Mi madre es odontóloga. Yo misma tenía una profesión. ¿Qué novedad había en ello? Fue necesario que llegara a la edad que tengo para poder visualizar muchas cosas que me llevaron al fracaso y que fueron obstáculos con los que también ella se topó. Hoy, por fin, se me hizo ver el monumento limpio, sin grafitis ni orinadas, como deberían estar todos los monumentos del país.


Lo triste es la evidencia de la misoginia. Era tan inusitado que las mujeres se cultivaran, que resultaba noticia de primera plana que una mujer se graduara en una escuela de medicina. Por eso tuvo que constatarlo el preciso, el dictador, el todopoderoso y longevo Don Porfis.


Mi madre estudió ya en la década del mil novecientos cuarenta, que era menos difícil, pero es bueno tomar en cuenta la cantidad de prejuicios con los que se regían las personas en esa época. Por ejemplo, en la casa, todavía era niña, escuchaba que la mujer tenía que ser bonita. La bonita podía estudiar. La bonita podía casarse y tener hijos. La bonita era buena. La fea era mala y no tenía oportunidades a menos que demostrara una inteligencia excepcional. La bonita tenía derecho a ser cultivada, pero la bonita generalmente es tonta. A mamá se lo dijo un maestro de primaria: “Usted es una niña muy bonita… pero muy idiota”.


Antes, en las escuelas primarias se humillaba y desconcertaba a los alumnos en la misma forma en que ahora se hace en las universidades, pero con métodos más brutales. Además de ofenderlos con palabras, se los golpeaba o se les arrinconaba con unas orejas de burro.
Creo que ya entonces se consideraba la posibilidad de retrasar lo más que se pudiera el ascenso social de los jóvenes, para que no reclamaran bienes y servicios que, según el calvatrueno de algunos mentecatos, deben ser nada más para una élite.


Todavía me asombra la edad de la doctora Montoya cuando obtuvo sus títulos: a los 13 años ya era Maestra Normalista de Primaria y a los 16, Partera. A los 18 gozaba de prestigio profesional en la ciudad de Puebla, al grado de despertar la envidia en los médicos, que movieron cielo y tierra para echarla de la ciudad.


¡Vaya que les dio miedo un ser tan independiente! ¡Si una sola mujer llegó tan lejos, todo un ejército de Matildes Montoyas, desde luego que era de pavor!


Mi madre tuvo que enfrentar el obstáculo de todos esos prejuicios, amén de la falta de recursos económicos para una aspiración como la que tenía, y traspasar una barrera fortísima en cuanto a la ética que le habían inculcado: la bonita es inmaculada, virgen, casta y vive en abstinencia total de todo aquello que implique sexualidad. Ese brincazo que tuvo que dar para convertirse en amante de su novio y poder pagar los gastos de su carrera. ¡Jijos! ¡Vivir en ese galimatías ya era enloquecedor!


Mamá nació en un pueblote, porque eso es Pachuca aun en la actualidad, en el que eran severamente juzgados los hijos que no tenían padre, por el motivo que fuera. Es fácil suponer que mamá y las tías compraron la ilusión de ser como esa figura pública que les vendía a todas las mujeres otra forma de vivir, y, a algunas, hasta la oportunidad de compensar un hecho tan doloroso como es la carencia de uno de los progenitores en la infancia.


II
Con mi medio siglo a cuestas, he gravitado de la imagen del sargento con faldas a la maja desnuda. Y el Ángel de la Independencia no me puede ofrecer un justo medio, aunque desde el microbús, casi me desatornille la cabeza para seguir viéndolo. Es lo malo de las glorietas.


En realidad no es un ángel, sino una Victoria Alada, como la de Samotracia que está en el Museo del Louvre, y que originalmente formaba parte del conjunto de esculturas que representaban a la diosa griega en la proa de un barco de guerra.


Fue Antonio Rivas Mercado el arquitecto que diseñó ese monumento. Conmemora el primer siglo de acontecida la guerra en la que los españoles “perdieron mortal” a manos de sus hijos criollos. También dirigió la escuela de San Carlos y contribuyó a limitar a los jóvenes, separando las carreras de ingeniería y arquitectura, que entonces eran una sola.


El arquitecto de marras tenía dos hijas: Alicia y Antonieta y en torno de ellas se creó una leyenda que beneficiaría más a la segunda, si es que a eso se le puede llamar beneficio.


El Ángel de la Independencia es en realidad la tumba en la que descansan los restos de algunos próceres de 1810: Hidalgo y Morelos entre otros. En su interior tiene un mausoleo en cuya puerta hay un medallón con una cara femenina que simboliza “La República”. Alicia Rivas Mercado prestó su rostro. En aquel tiempo su hermana menor, Antonieta, era una niña de 8 años y no pudo haber posado para el ángel, como dicen por ahí.


Si he de creerle a Carlos Martínez Assad, la verdadera modelo se llamó Ernesta Robles, y posó únicamente con las piernas y la faz. Por experiencia sé que, para efectos de recibir el pago por servicios de modelaje, hay que especificar qué partes del cuerpo se usarán en la imagen que se fabrica, pero de todas maneras me divierte la pudibundez de esas décadas pasadas, en las que todo mundo quería encuerar a ultranza a Ma. Antonieta Rivas Mercado que era, toda proporción guardada, la Paris Hilton mexicana.


A consecuencia de que escribía, bajó a su Mictlán personal a preguntarse en calidad de qué se encontraba en el mundo: regalaba el dinero de su padre a chichifos que se hacían pasar por artistas, veía florecer gobiernos totalitarios y era amante de un patán que aspiraba a dictador, quien finalmente la culpó del fracaso de su campaña presidencial. Creo que en realidad no tuvo un rapto suicida, sino un momento de lucidez.


Yo me quise suicidar a los 13 años, luego lo volví a intentar a los 20. ¿No será que también envidio el hecho de que ella sí tuvo el valor de hacerlo? ¿Será que en secreto aspiro a suicidarme en Notre Dame y ante la imposibilidad económica del traslado, desisto ya de morir? Quizá lo frustrante sea saber que yo llegaría más rápido porque podría irme en avión.





III

La Diana Cazadora sí que encarna mis anhelos fantásticos: belleza física, poder y autonomía. ¡Pero claro! Esos son atributos de diosa no de una simple mortal y menos en un país como México.


Al verla ahí, en la fuente que tiene por pedestal, se nos olvida que Diana, o Artemisa para los griegos, es hermana gemela de Apolo; que también se le asocia con Selene, la diosa lunar, y con Hécate, la diosa de la noche y de las sombras infernales. Pero la Diana chilanga es más virgen que la Virgen, más guerrera que un granadero y tan gregaria como el lobo estepario.


No tendríamos ese monumento de no ser porque Ávila Camacho y Javier Rojo Gómez estaban absortos en el programa de embellecimiento de la ciudad, y el tema elegido para una de las obras artísticas fue el de Diana, diosa romana de la caza. Pero como ya entonces había brotes ecologistas, no se representó a la deidad cazando bestias –iba a quedar despoblado el Distrito, empezando por los gobernantes- sino flechando a las estrellas de los cielos del norte. Si uno observa, la estatua está dirigida hacia ese punto cardinal.


El 10 de octubre de 1942, con la inauguración de la fuente, empezaron las protestas de grupos ultraconservadores porque la Flechadora de las Estrellas del Norte estaba tal como Olaguíbel la echó al mundo.


Después de diversos panchos, en uno de los cuales llegaron a ponerle ropa interior a la escultura, el creador le diseñó unos calzones de bronce que le fueron retirados en 1966, cuando se hacían los preparativos para recibir a las delegaciones extranjeras que participaron en los XIX Juegos Olímpicos.


En 1974 se realizaban las obras del Circuito Interior, pero eso era en una avenida que nada tenía que ver con la glorieta de Sevilla y Paseo de la Reforma. Piensa mal y acertarás, dicen por ahí: la Diana Cazadora fue retirada de su sitio original porque la Liga de la Decencia no debió quedarse de brazos cruzados y durante 18 años, la portadora del arco y la flecha estuvo escondida a un costado de donde hoy se levanta la Torre Mayor.


Detenerme en ello me disgusta porque me remite a recuerdos de mi madre: un día que había sacado de la lavadora la ropa limpia de mi hija, me disponía a llevarla al tendedero y ella ordenó que colgara esa ropa en el baño, que no fuera a exhibir pañales a la jaula.


Señalarme por madre soltera fue, para ella, la forma de sentir que tenía su vida resuelta. Además, si a un emblema de la ciudad, que fue hecho para que se le vea desnudo, se le relega por estar desnudo, ¿qué podía esperar para mí? Las familias mexicanas no se distinguen por su funcionalidad y mucho menos por su honradez.


Cuando llegó la hora de asumir un oficio, elegí ser actriz, porque era la única forma de seguir siendo niña en un cuerpo de mujer. Una de mis tías, que pensaba que sólo la secretaria podía ser adecuada en el mundo del trabajo, se burló a bocajarro de mí: “huiste del comercio, y fuiste a dar al modo más cruel”.

Seguramente que sabía la historia de Helvia Martínez Verdayes, taquimecanógrafa de 16 años, que trabajaba en el turno vespertino de las oficinas de Petróleos Mexicanos. De abril a septiembre de 1942, se dejó ver encuerada por el escultor que elaboraba el monumento.


Dicen las malas lenguas, que no recibió otra paga que la vanidad satisfecha, al ver su cuerpo inmortalizado en una estatua que estaría a la vista de todos los que quisieran especular que si María Félix o Ana Luisa Peluffo, habían sido las verdaderas modelos.


Desde luego, no se hace hincapié en que a la muchacha le fue planteada la posibilidad de que recibiera una paga; pero, a cambio de ello, se revelaría su identidad y nadie sería responsable de las consecuencias que esto le acarrearía.


Helvia Martínez Verdayes “decidió” no cobrar, porque de esa manera protegería su reputación y conservaría el empleo. Era secretaria del director general de Pemex, algo nada despreciable; pero, aun así, no se libró de tener que mandar al carajo a cierto gobernador que la quiso atraer a un proyecto fantasma para darse un taco de ojo.

Su vida en internet se lee muy de cuento de hadas, pero a una mente cochambrienta como la mía, le revela que así deben haber estado los pretendientes y las propuestas: no fue madre, se fletó a ser la otra de un casado treinta años de su vida. Hoy se ostenta como la flamante viuda del Ing. Jorge Díaz Serrano, de infausta memoria. Para ello tuvo que conformarse con la celebración de su boda civil en el patio del reclusorio sur.


Si no fuera “la Diana de carne y hueso”, como le dicen sus familiares, sería un caso más para el libro de Robin Norwood. Pareja de un enfermo alcohólico, reúne todas las características de las Mujeres que aman demasiado cuando sus hombres ingresan a la cárcel.


Ofrecerle al género femenino la historia de una mujer acorralada por la doble moral, inmersa en una relación destructiva, como si se tratara de una heroína de Corín Tellado, es ignominioso. Si llevaran este episodio al cine o a la televisión, saldría a relucir lo feo de ser actriz: una coopera con su trabajo para que las mujeres del público sigan siendo tratadas como si tuvieran retraso mental.


En los medios masivos de entretenimiento existen tantas versiones caricaturescas de ninfas, bacantes y diosas griegas, como mujeres acepten la sesión fotográfica o la filmación. En mi juventud me mostré con lonjas, estrías y celulitis a la intemperie, en cuatro fotonovelas y tres películas. Los personajes femeninos de esos guiones no eran prototipo de la pareja de ningún galán. Eran ejemplo, más bien, de felleza, y el género de los argumentos, comedia, palabra que quiere decir “canción de aldeanos”, por sus raíces griegas, y canción mía, porque deseaba pertenecer al gremio de los aldeanos. En aquel momento me mostré como me sentía, desnuda, como me siento aún ahora, sólo que ya no tengo que arrepentirme de haber pegado en el blanco.

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