lunes, 5 de noviembre de 2012

Día de campo, día de ciudad


Cuando era niña le pregunté a mi padre si la gente  en la ciudad era rica solamente por vivir ahí; él me contestó que no,  también en el campo hay ricos; pero se ven como pobres porque se llenan de tierra, visten ropa muy sencilla y andan en las labores como si fueran un peón; me dijo, además, que en una casa de campo es posible tener las mismas comodidades que en las casas de ciudad. Quedé con la boca abierta.

Al salir a carretera tenía la sensación de que algo se desmoronaba a medida que iban quedando atrás edificios, aglomeraciones de autos. Todo aquello que me daba la certeza de compañía y comodidad, en el campo no se pueden distinguir la riqueza y la pobreza como en la ciudad. En el campo se toma conciencia de la inermidad humana ante la naturaleza.

En lugares donde eran más notorios los postes de luz, telégrafo o teléfono, aunque no supiera distinguir cuál era cuál, me gustaba seguir con la mirada el curso de los alambres e imaginaba el camino que seguían cuando los dejaba de ver.

En el trayecto, la voz de mi padre nos contaba cómo se hacía una autopista. Estimulada por sus palabras, imaginé muchas veces el trabajo de los ingenieros topógrafos para cortar un cerro y que el  camino de asfalto continuara imperturbable. Verlo gris, radiante, con sus rayas blancas y amarillas, me hacía sentir todopoderosa.

Cuando se es niño, se quiere la vida como se va descubriendo: la ciudad, la televisión, la luz eléctrica, los carros y el teléfono me parecían encantadores, pero además, naturales.

Hasta que crecí empecé a preguntarme si realmente la ciudad era bonita y natural. Descubrí que es como una torre de marfil en la que debe haber menos plantas, animales y niños. Menos mujeres y ancianos. Más ilusión de poder.




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