Cuando era niña le pregunté a mi padre
si la gente en la ciudad era rica solamente por vivir ahí; él me contestó que no, también en el campo hay ricos; pero se ven
como pobres porque se llenan de tierra, visten ropa muy sencilla y andan en las
labores como si fueran un peón; me dijo, además, que en una casa de campo es
posible tener las mismas comodidades que en las casas de ciudad. Quedé con la
boca abierta.
Al salir a carretera tenía la sensación de que algo se desmoronaba a medida que iban
quedando atrás edificios, aglomeraciones de autos. Todo aquello que me daba la certeza
de compañía y comodidad, en el campo no se pueden distinguir la riqueza y la
pobreza como en la ciudad. En el campo se toma conciencia de la inermidad
humana ante la naturaleza.
En lugares donde eran más notorios los
postes de luz, telégrafo o teléfono, aunque no supiera distinguir cuál era cuál, me gustaba seguir con la
mirada el curso de los alambres e imaginaba el camino que seguían cuando los
dejaba de ver.
En el trayecto, la voz de mi padre nos
contaba cómo se hacía una autopista. Estimulada por sus palabras, imaginé
muchas veces el trabajo de los ingenieros topógrafos para cortar un cerro y que el
camino de asfalto continuara imperturbable. Verlo gris, radiante, con
sus rayas blancas y amarillas, me hacía sentir todopoderosa.
Cuando se es niño, se quiere la vida como
se va descubriendo: la ciudad, la televisión, la luz eléctrica, los carros y el teléfono me parecían encantadores, pero además,
naturales.
Hasta que crecí empecé a preguntarme si
realmente la ciudad era bonita y natural. Descubrí que es como una torre de
marfil en la que debe haber menos plantas, animales y niños. Menos mujeres y
ancianos. Más ilusión de poder.
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