lunes, 16 de mayo de 2011

Otro gaje del oficio

En este peregrinar por las calles buscando en cada unidad del transporte público la confirmación de que ya encontré la rutina de oro, recibo cada día un impacto: las facultades histriónicas no son privilegio de nadie. Las desarrolla cualquiera que tenga ánimo de vivir.

Influenza de la caridad.

Un accidente casero le quemó la cara. Desfigurado desde la infancia, no es una mole de piedra, pero sí de grasa. “El guapo Ben” es su apodo. A todo mundo le cuenta que está decepcionado de los servicios del Hospital General: los médicos de Cirugía Plástica no lo quieren atender. Probablemente sea él quien piensa que no merece recuperar lo que le fue arrebatado el día que se vino abajo la estufa improvisada, justo cuando el agua soltaba el hervor. En los hogares pobres la vivacidad suele inventar instrumentos letales.
           
Comerciante sagaz, lo mismo vende ropa que discos piratas, libros o envases de plástico. Por inverosímil que sea la cosa que uno necesite,  “el guapo Ben” la consigue. Por eso no me extrañó que fuera uno de los que se ponían a vender, en las entradas del metro, cubre bocas a treinta pesos, y eso ahí, “bara, bara”, como dicen en los tianguis cuando pretenden ofrecer a buen precio una mercancía.
           
A salto de mata, levantaba su racimo de tapabocas de concha, lo pregonó y se expuso a que se acercara un policía en lugar de un comprador.
           
 Como una mujer invisible para él, me limité a seguir mi camino. Una pastilla de rabia me hizo efervescencia en el estómago. Aun con el dinero en la bolsa, no habría comprado el artefacto más demandado de la ciudad.

Tuve más confianza en mis mascadas, aunque mi muñeco de ventrílocuo me dijera que parecía la hija del hombre araña o el fantasma de la ópera con faldas. A la gente le hizo gracia y a mí me gustaba que el público riera con todo y pandemia.
           
Mientras recibía las coperachas de la jornada, imaginé al vendedor esposado, metido en una patrulla, y sentí dolor. “El guapo Ben” no es un alias, sino más bien un sarcasmo. Una de tantas persecuciones de las que ha sido objeto en sus treinta años de vida. ¿Qué tiene de raro que haya visto en aquel momento la oportunidad de arrojar a su antojo unos baldes de agua hirviendo? Nada más trató a la gente con la misma impiedad que él recibió. 

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