"Todo
trabajo determinado por un objetivo que le es dado desde fuera
no es
ni intelectual ni específicamente humano; más pronto o más tarde
podrá ser confiado a una máquina."
Cuando
leí el enunciado del epígrafe, me quedé de una pieza. Más
estupefacta aún cuando volví a la ficha bibliográfica y comprobé
que el libro se publicó en 1966, de manera que lo podía haber
leído en 1984. A los 27 abriles; pero creo que si he tenido tal
suerte, habría muerto de tristeza. Tengo que reconocer que los
duendes saben lo que hacen, por eso no me lo pusieron al alcance.
En
aquellos años mozos, mi logro de convertirme en actriz profesional
estaba empañado. En ninguna escuela de arte dramático le
dicen al educando que constantemente estará en situación de tener
que buscar trabajo, que cuando termina la grabación, el rodaje, la
temporada de teatro, se verá como el oficinista que ha sido
despedido de una empresa. El actor, en la economía de nuestro
sistema, está catalogado como un trabajador
eventual, con las desventajas que esto conlleva.
Me
enfrenté como pude a tal escacez, resistí al máximo el frustrante
recorrido de todos los días por oficinas en las que era barrida con
la mirada antes de poder entregar mis fotografías, ¡y los dichosos
castings!
Un cordial "Gracias, tenemos sus datos, nosotros nos
comunicamos" después de la sesión fílmica, me daba la certeza
de que muy difícilmente saldría algo para mi, si es que salía.
Las
temporadas de vacas flacas se paliaban con llamados de doblaje de películas al español. Los
únicos artistas que trabajan seis días a la semana, son los que
laboran en las especialidades de doblaje y cabaret.
Aunado
a los vaivenes económicos de las vacas gordas y flacas, el diario
repetir un parlamento delante de una pantalla, varias veces, antes de
escuchar el aprobatorio "ok" del director, me llevó a la
conclusión de que muy pronto la profesión que elegí dejaría de
existir, que los actores no seríamos necesarios a pesar de tener,
desde mi punto de vista, el más humano de todos los conocimientos,
o, tal vez, precisamente por eso.
Con
más razón lo pensé al escuchar a otra compañera actriz hacer la
distinción entre directores y "okeyeros", éstos últimos,
para ella, quienes solo se fijaban en que las vocales y consonantes
sincronizaran con los movimientos de los labios de los personajes de
la pantalla. Había otra subcategoría: "los que ni a okeyeros
llegan".
Esto
tenía, para mi colega, sus contrapartes actorales, también con sus
apelativos, y definitivamente, convertía el trabajo interpretativo
en algo mecánico. Por consiguiente, ¿los métodos de actuación
estaban encaminados a lograr que los movimientos, las inflexiones de
voz y hasta la lágrima fueran repetibles, una y otra vez, hasta el
cansancio o el infinito, lo que ocurriera primero?
Me
resultó significativo el hecho de que se siguieran -y se sigan-
filmando las mismas telenovelas
que
vi de niña. Tanto refrito, ¿a qué podía dar lugar? ¿Era
suficiente, entonces, con lo que ya estaba plasmado en cintas hasta
ese momento? Bien podía ser que yo no estuviera viendo el arte
dramático en su cruda y real identidad, que en la escuela de teatro
nada más me hayan enseñado a interpretar conflictos, para llegar a
ofrecer mis servicios en lugares donde sólo se exhiben fantasías.
Me
dolió descubrir que Stanislavsky
fue
un formador de esclavos histerizados, ¿pero qué podía esperar?
Apoyó el trabajo de Edward Gordon Craig, que consistía en el
desarrollo de teorías para hacer del actor una súpermarioneta.
El Teatro de Arte de Moscú se
fundó en 1897. Unos veintitantos, casi treinta años atrás, el
zar Alejandro II decretó la abolición
de la servidumbre, los campesinos emigraban hacia las ciudades para convertirse en
trabajadores industriales, y una vez que tomaban contacto con la
escuela, se dejaban conquistar por los ideales
marxistas y revolucionarios.
El
Teatro de Arte de Moscú sobrevivió en un país que no dejaba de
tener un pie en la vida rural, que no acababa de urbanizarse; un país
que perdió la contienda contra Japón,
que fue a la Primera Guerra Mundial a
hacer el ridículo.
No
es difícil imaginar los malavares que hizo la institución para
ganar la simpatía del gobierno
bolchevique, para lograr la existencia hasta nuestros días y que el fundador
pudiera ostentar el título de Artista del Pueblo, a pesar de, o
precisamente por su origen burgués.